viernes, 29 de marzo de 2024 13:00h.

Roald Dahl, la lucha por su hijo y la fábrica de chocolate

Roald Dahl (1916-1990) es bien conocido por haber escrito obras como Charlie y la fábrica de chocolate o Matilda, pero antes de dedicarse completamente a la literatura infantil promovió la creación de la válvula Wade-Dahl-Till, que permitió mejorar la situación de miles de niños que padecían hidrocefalia. Incluido su hijo, que fue quien le inspiró para el proyecto. De hecho, fueron estas circunstancias las que llevaron a Dahl a dedicar todos sus esfuerzos a escribir títulos para niños, aunque siempre desde una perspectiva muy distinta a las convenciones del género.

Un día, mientras sobrevolaba Libia en plena Segunda Guerra Mundial, el escritor y piloto Roald Dahl de la RAF se estrelló contra el desierto y se golpeó la cabeza contra una roca. Muchos, cuando le rescataron, totalmente ciego y con el cráneo fracturado, pensaron que ya no sobreviviría. Pero se equivocaron: poco a poco fue recuperándose y volvió a ver, y en el camino, incluso, se enamoró perdidamente de la enfermera que la atendía. Porque Dahl fue siempre un mujeriego impenitente que incluso en ocasiones como esa no se olvidaba de sus atracciones. Luego, salió por su propio pie del hospital, y rechazando los consejos que se le habían dado, contactó con los mandos del ejército británico y pidió que le dieran un nuevo avión para seguir combatiendo contra la Alemania nazi. Y así hizo.

La anécdota dice mucho del carácter de Dahl; un hombre que fue siempre terco, rebelde y seguro en sus convicciones. Capaz de mantenerse frío hasta en situaciones en que cualquier otro se habría derrumbado; al punto de trabajar, también en esos años bélicos, como espía del servicio británico entre la alta sociedad estadounidense. Aunque para ello tuviera que acostarse con mujeres mucho mayores que él. Hasta que conoció a la actriz Patricia Neal, de la que se enamoró. Pronto se casaron y tuvieron varios hijos, cuatro mujeres y un varón, Theo, que nació en 1960 y que fue seguramente la causa de que Roald cambiara el rumbo de su vida. Porque un día un taxi atropelló el cochecito en el que estaba, haciendo que este cayera al suelo con un fuerte impacto. ¿El resultado? Una fractura de cráneo y graves lesiones cerebrales que pronto se acompañaron de una hidrocefalia que obligó a los médicos a colocarle una válvula para salvarle la vida.    

Luego, el niño mejoró y volvió a casa. Hasta que semanas después sus padres empezaron a notar que este ya no sonreía y no parecía reaccionar con la mirada. Y cuando los doctores lo examinaron de nuevo vieron algo que, como explicaron a Roald, era habitual: la válvula había fallado y le había provocado una ceguera temporal. Así que se la arreglaron y pronto pudo volver a casa. Pero, pasado un tiempo, Theo volvió a sufrir los mismos síntomas. Y así, varias veces, hasta que Dahl, desesperado, habló con un ingeniero hidráulico que conocía, Stanley Wade y se embarcó en un proyecto que, bajo la supervisión del neurocirujano de Theo, Kenneth Hill, debía crear un nuevo tipo de válvula que solucionara esos problemas. Y el resultado fue la WDT (acrónimo de “Wade-Dahl-Till”), que tuvo tanto éxito que rápidamente desplazó a la anterior en todo el mundo. De este modo pudo mejorarse la condición de miles de niños enfermos.

Roald y Theo, a la izquierda, con Patricia Neal y sus hijas Ophelia y Tessa. 

Theo, desde entonces, pudo tener una vida normal. Y entretanto Dahl decidió recuperar su faceta de escritor de libros para niños, que había abandonado en 1943 tras publicar a pedido de Walt Disney la obra The Gremlins y considerar que debía especializarse en hacer historias para adultos, en donde era habitual que incorporara giros macabros e incluso desagradables (algunas de ellas aparecieron en la serie de televisión Alfred Hitchcok presenta). Pero en 1961 decidió publicar James y el melocotón gigante, que inició una carrera que ya no abandonó y que continuó Charlie y la fábrica de chocolate (1964), su título más exitoso. Luego llegaron obras como El dedo mágico (1966), Charlie y el gran ascensor de cristal (1972), El gran gigante bonachón (1982), Las brujas (1983) o Matilda (1988), además de algunos libros de poesía para niños, entre ellos ese Cuentos en verso para niños perversos (1982) con que quiso subvertir algunos de los principales cuentos del género infantil y que a fecha de hoy difícilmente se podría haber publicado porque rompe con todos los estándares de lo políticamente correcto.

Aún así, los rasgos rebeldes y originales de Dahl están en toda su bibliografía. Y es que, como Saint-Exupéry, buscó huir de todos los tópicos del género. Basta con ver los niños que aparecen en sus libros, independientes, fuertes y con marcadas personalidades. Ellos son los que representan la fantasía, la rebeldía y la libertad frente al cerrado mundo que les rodea. Y esto, sin caer en moralejas fáciles y sin dejarse llevar por los mundos felices que muchas veces incluye la literatura infantil. Porque, en las historias de Dahl el mal no era algo excepcional, sino la tónica en un mundo que era difícil y cruel. Aunque, por suerte, había personas que arrojaban luz y sentido del humor con sus fantasías y sueños. Y, también, con sus desobediencias. Por eso sus niños (y podríamos incluir al propio Willy Wonka, que es un “niño adulto”) combaten por su derecho a tomar sus propias decisiones e, incluso, cuestionan la normalidad de los adultos. Matilda, por ejemplo, odia la televisión y defiende los libros; James no cree los relatos de sus mayores porque tratan de acabar con la fantasía; y Charlie acaba representando la solidaridad y el altruismo sin necesidad de que nadie de más edad le guíe.

Roald Dahl falleció en 1990, tras dejar esos títulos clásicos, algunas obras adultas, varios guiones de cine (allí están, por ejemplo, los que escribió para dos películas de James Bond) y unos cuantos escándalos que debió a su personalidad explosiva y poco contenida. Además de un invento que logró mejorar las vidas de muchos niños. Y todo, a partir de la enfermedad de su hijo, que hoy día lleva una vida normal y trata de velar junto a sus hermanas la herencia literaria que su padre dejó. Conscientes, además, de los deseos de este para que su arte se mantuviera (se dice, por ejemplo que se enfadó tanto con la adaptación al cine de Las brujas que llegó a ir a los cines con un megáfono para pedir al público que no fueran a verla). Porque, para él, la fantasía era algo muy serio. A fin de cuentas, era una de las pocas luces que le quedaban al oscuro mundo.