sábado, 20 de abril de 2024 00:00h.

Stefan Zweig: vida y muerte de un pacifista trágico

El escritor Stefan Zweig (1881-1942) representa la desesperación que muchos intelectuales sintieron ante la llegada del nazismo. Tras toda una vida dando un mensaje pacifista en que defendía lugares sin fronteras, se encontró con el ascenso de Hitler y la Segunda Guerra Mundial. En 1942, tras creer que el fascismo iba a vencer, decidió quitarse la vida. Esta es su historia

Un día, estando en París, un joven entró en la habitación del hotel en que se alojaba Stefan Zweig y le robó la maleta. Este, advirtió el robo, pero después de que la policía le comunicara que había detenido al ladrón, se negó a presentar una denuncia. Poco después, ese joven quedaba con el escritor austriaco para retornarle el objeto sustraído y ambos sostenían una tranquila conversación. Un gesto muy representativo de algo que Zweig sostuvo casi toda su vida: su creencia, casi desesperada, de que, pese a todo, el ser humano podía ser mejor.

Por entonces, Zweig tenía unos veintitantos años, todavía no era el escritor afamado de las décadas de 1920 y 1930 y acababa de doctorarse en Filosofía en la Universidad tras una experiencia educativa que no le había resultado feliz. Ya durante su adolescencia se había sentido apartado por el modo de enseñanza germánico, en donde se premiaba lo memorístico y lo rígido, cuando él buscaba, ante todo, creación; y la universidad le había demostrado que no solo se mantenían esos rasgos, sino que ofrecía un mundo competitivo, clasista y violento, en donde sus bravucones compañeros disfrutaban con los duelos y las demostraciones de fuerza. Cuando él, únicamente, quería leer y reunirse con sus amigos al terminar las clases para hablar de arte, música, pintura y literatura. Él, de hecho, escribía ya en esas fechas, y hasta se había atrevido a publicar algunos poemas, pero, al sentirse incapaz de construir algo distinto, prefirió dedicar un tiempo a traducir a maestros como Baudelaire o Keats, seguro de que la experiencia le podría servir para encontrar su propio estilo.  

En 1904 publicó su primera novela, En la nieve, que, pese a no gozar de éxito, supuso el inicio de una carrera literaria en donde lograría sumar la calidad narrativa y la profundidad psicológica. Pero antes de ello, viajó por el mundo, hasta que todo quedó interrumpido por la Primera Guerra Mundial, en donde por primera vez comprobó dónde podía llegar la barbarie del hombre. Sí, es cierto que en los inicios del conflicto, como tantos y tantos intelectuales, se vio contagiado por el ardor bélico que inundó todo, pero al final se sintió sobrepasado por la situación y decidió poner sus artes literarias al servicio del pacifismo y el entendimiento. Con la creencia de que la política era un juego de palabras desde el que era posible cambiar el mundo; una idea en la que redundaría todavía más cuando, al terminar el conflicto, viera el estado de Europa.

Stefan Zweig y su segunda esposa, Charlotte Elisabeth Altmann

Fue entonces cuando dio inicio a su carrera como escritor de éxito. Desde que en 1922 publicara la trágica Carta de una desconocida, su nombre se convirtió en una garantía de ventas. Amok (1922), La confusión de los sentimientos (1926) y Veinticuatro horas en la vida de una mujer (1927) confirmaron esta tendencia, y cuando se sumó al creciente movimiento de escritores que publicaban biografías, pasó a ser un habitual de las bibliotecas de los hogares europeos. Así, su capacidad para entrar en la mente de sus personajes, su elegante prosa y su trabajo como investigador, le hicieron dedicar títulos a personajes como Fouché (1929), Americo Vespucio (1931), Maria Antonieta (1932), María Estuardo (1934) o Erasmo de Rótterdam (1934), todo, siempre, entre los libros más traducidos de su época.  

Cuando Hitler llegó al poder reaccionó con tristeza, pero igual tuvo la esperanza de que aquello podría superarse y, quizá, incluso, hallar un entendimiento. No en vano, poco antes había escrito a Mussolini, con éxito, para pedir la liberación de un prisionero. Pero el tiempo se encargó de quitarle la razón. En 1934 llegó a participar en las barricadas que se pusieron en Viena en defensa de las libertades, pero al final, consideró que lo mejor era trasladarse a Londres. Poco después, en los países fascistas se prohibieron sus libros, Hitler entró en Polonia y dio inicio la Segunda Guerra Mundial. Por eso él, que creía en el ser humano y rechazaba las fronteras, se desesperó. Luego, se trasladó a Brasil, en donde siguió con cada vez más tristeza los cambios del mundo. Hasta que en febrero de 1942 se produjo la caída de Singapur y quedó convencido de que la guerra ya estaba perdida. Pocos días después escribía una carta de despedida: “Saludo a todos mis amigos… Ojalá puedan ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, demasiado impaciente, me voy antes de aquí. Creo que es mejor finalizar en un buen momento y de pie una vida en la cual la labor intelectual significó el gozo más puro y la libertad personal el bien más preciado sobre la Tierra”. A continuación, su esposa, Charlotte y él depositaron veneno en dos vasos y bebieron el contenido. Fueron sus empleados quienes hallaron sus cuerpos sin vida.  

Había dejado escrita Novela de ajedrez, que se publicó en 1941, y sobre todo la autobiográfica El mundo de ayer, el más perfecto ejemplo de su pensamiento humanista, además de la demostración de que, pese a todo, era consciente de lo difícil de sus utopías. Quizá a ello se deba su perenne necesidad de encontrar algo que le permitiera seguir creyendo en el arte y las personas. Y aunque es verdad que él sintió que había fracasado, quien hoy día lea sus libros opinará distinto. Es más, es muy posible que entre sus páginas halle algunas valiosas recetas para combatir los extremismos del mundo.