Una historia de amor que nació de la poesía: la escritora Elizabeth Barrett y su marido Robert Browning

Retratos de Robert Browning y Elizabeth Barrett

Hay muchas historias de amor que han generado poesías. Pero pocas han nacido realmente de la poesía. Y por eso resulta tan excepcional el caso de la escritora Elizabeth Barrett Browning, porque fueron sus poemas los que le permitieron hallar el amor. Y los que le permitieron escapar de una vida de encierros y tristezas.

Había nacido en 1806 en el seno de una familia inglesa adinerada. Su padre, Edward Moulton-Barrett, era propietario de plantación, y su madre, Mary Graham-Clarke tenía entre sus ascendentes al mismísimo Eduardo III de Inglaterra. Desde niña mostró ante sus tutores su extraordinaria habilidad con las letras. De hecho, sus biógrafos afirman que con ocho años ya leía las traducciones de Homero y que con diez estudiaba griego y empezaba a escribir sus primeros versos.

Sin embargo, la que podría haber sido una juventud idílica y sin dificultades se truncó por culpa de una enfermedad que los médicos no supieron diagnosticar y que siempre acompañó a Elizabeth. Sufría dolores intensos de cabeza y columna, llegando a perder la movilidad en ocasiones, y eso le llevaba a tomar opiáceos, láudano y morfina, con todos los problemas de dependencia que eso le ocasionaba

Aún así, siguió escribiendo y publicando sus textos. Además, quizá por su propia situación, que le llevó a identificarse con las capas menos privilegiadas de la sociedad, utilizó la escritura en pro de los derechos de determinados colectivos. Como si pensara que, ya que no había justicia en su cuerpo, al menos pudiera haberla en algún sitio. Y eso le convirtió, primero, inspirada por Mary Wollstonecraft, en una defensora de los derechos de la mujer; y luego, también, de los de los afroamericanos, lo cual no deja de ser llamativo si se tiene en cuenta que su padre, precisamente, trabajaba con esclavos. De hecho, cuando en 1833 se adoptaron nuevas leyes que permitieron la abolición de la esclavitud en Inglaterra, la familia quedó en una situación mucho menos boyante.

Esto, junto a sus problemas de salud, llevó a los suyos a cambiar varias veces de residencia hasta que en 1841se ubicaron en la calle Wimpole de Londres. Allí, por su enfermedad, Elizabeth quedó encerrada en su habitación, escribiendo, desconectada del mundo. Más aún, porque su madre había fallecido en 1828 y, en 1840, dos de sus hermanos. Como escribió tiempo después al recordar esos años: “He vivido sólo hacia adentro o con tristeza (…). Antes de esta reclusión de mi enfermedad, estuve recluida también y pocas habrá en el mundo entre las mujeres más jóvenes que no hayan visto más, oído más, sabido más de la sociedad, que yo, que difícilmente puedo ya ser considerada joven”.

Pero entonces sucedió lo inesperado. La poesía permitió que esa solitaria que solo había soñado con el amor encontrara a alguien que lo hiciera real: su compatriota Robert Browning, un poeta y dramaturgo seis años más joven que se interesó por ella tras leer sus dos volúmenes de Poemas (1844). Y es que, sorprendido por la profundidad y belleza de los versos y de todo lo que transmitían, quiso conocerla. Le envió una carta y ambos iniciaron un intercambio epistolar que duró dos años y que se llevó de espaldas a la familia de Elizabeth. Hasta que, pasado ese tiempo, decidieron casarse en secreto en Marylebone, conscientes de que el padre de Elizabeth no aceptaría su enlace.

Así lo hicieron. Y luego, abandonaron Inglaterra (a la par que el padre la desheredaba por contravenir su voluntad) y fueron a vivir a Florencia, en donde el estado de Elizabeth mejoró y continuó con su carrera como escritora. De hecho, publicó obras muy exitosas, como Las ventanas de la casa Guidi, Aurora Leigh –que ella misma consideró como la más madura- o sus Sonetos de la portuguesa (o “de portugués”), en donde relató su propia historia de amor con Robert (aunque la disfrazara ubicándola en un contexto “portugués”). Y es que su matrimonio, como señalan todos sus biógrafos, fue feliz, más aún, tras el nacimiento de su hijo Robert Barret Browning en 1848. Aunque también demasiado corto. Porque su salud, pasados unos años, volvió a resquebrajarse y, finalmente, el 29 de junio de 1861, falleció. Tras haber vivido de  la poesía y el arte y dejando un conjunto de poemas inéditos que su marido decidió publicar. Él, por cierto, viviría veintiocho años más. Escribiendo y consiguiendo alcanzar el éxito con su propia literatura. No volvería ya a casarse.