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Siete poemas de Dámaso Alonso

(Madrid, 22 de octubre de 1898 – Íbidem, 25 de enero de 1990)   

Perteneció a la Generación del 27, aunque él consideraba que formaba parte de ella, únicamente, como crítico, y prefería ubicar su poesía en la primera generación poética de posguerra. De joven demostró tener grandes aptitudes para las matemáticas, y aunque su familia pensaba que iba a ser ingeniero, prefirió seguir la senda de las letras. Estudió Derecho, pese a que no le gustaba la carrera, y Filosofía y Letras, doctorándose en 1928 con un estudio sobre Luis de Góngora. Se formó también en el Centro de Estudios Históricos, y participó en la Residencia de Estudiantes. Luego, fue rector de la Universidad de Berlín (1921-1923) y profesor de distintas universidades extranjeras durante los años veinte y treinta, entre ellas, Cambridge, Stanford, Columbia y Oxford. En este periodo conoció y se casó con la también escritora Eulalia Galvarriato. Tras la guerra civil española se integró en la Universidad de de Madrid. Desarrolló una labor de crítico literario muy destacada y fue, además, director de la Revista de Filología Española y de la Real Academia Española. Desde esta vertiente destacan sus análisis sobre Luis de Góngora, sus estudios sobre las jarchas, Gil Vicente y Juan de la Cruz; y libros como Ensayo de Poesía española (1945), Poesía española (1950) o Seis calas en la expresión literaria española (1951).

Fue un poeta excepcional y el propio Federico García Lorca le aconsejó que se olvidara de sus otras facetas y se desarrollara únicamente como tal. Su primer libro de poesía fue Poemas puros. Poemillas de la ciudad (1921), en donde se nota la inspiración de Juan Ramón Jiménez. La Guerra Civil, sin embargo, cambiará sus temáticas y formas, pues desde entonces lo que le moverá será la miseria y el dolor de su alrededor. De este periodo es su obra más conocida, Hijos de la ira (1944), que inicia, junto a Sombra del paraíso, de su amigo Vicente Aleixandre, la llamada “poesía desarraigada”. En esta encontramos textos crueles y amargos que atienden también a la filosofía existencialista de posguerra; y en los que utiliza largos versículos y un lenguaje crudo que, además, incluye expresiones vulgares y malsonantes. Todo, como una queja hacia ese mundo, inmerso en la guerra y en la destrucción.
Luego vino Hombre y Dios (1955), que sigue la estela del anterior y continúa mostrando su peculiar religiosidad, al igual que Duda y amor sobre el Ser supremo (1985). Allí defiende la idea de que Dios ofrece la única posibilidad de redención en un mundo de dolor. También, su interés por el corazón humano. Como él mismo expresaría: «Hoy es sólo el corazón del hombre lo que me interesa: expresar con mi dolor o con mi esperanza el anhelo o la angustia del eterno corazón del hombre». Fallecería de un infarto, en Madrid, en enero de 1990.

AMOR

¡Primavera feroz! Va mi ternura
por las más hondas venas derramada,
fresco hontanar, y furia desvelada,
que a extenuante pasmo se apresura.

¡Oh qué acezar, qué hervir, oh, qué premura
de hallar, en la colina clausurada,
la llaga roja de la cueva helada,
y su cura más dulce, en la locura!

¡Monstruo fugaz, espanto de mi vida,
rayo sin luz, oh tú, mi primavera,
mi alimaña feroz, mi arcángel fuerte!

¿Hacia qué hondón sombrío me convida,
desplegada y astral, tu cabellera?
¡Amor. amor, principio de la muerte!

INSOMNIO

Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres
                                                       (según las últimas estadísticas).
A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo
en este nicho en el que hace 45 años que me pudro,
y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros,
o fluir blandamente la luz de la luna.
Y paso largas horas gimiendo como el huracán,
ladrando como un perro enfurecido,
fluyendo como la leche de la ubre caliente de una gran vaca amarilla.
Y paso largas horas preguntándole a Dios,
preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma,
por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad
                                                                                             de Madrid,
por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo.
Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre?
¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día,
las tristes azucenas letales de tus noches?

EL ALMA ERA LO MISMO QUE UNA RANITA VERDE

El alma era lo mismo
que una ranita verde,
largas horas sentada sobre el borde
de un rumoroso
Misisipí.
Desea el agua, y duda. La desea
porque es el elemento para que fue criada,
pero teme
el bramador empuje del caudal,
y, allá en lo oscuro, aún ignorar querría
aquel inmenso hervor
que la puede apartar (ya sin retorno,
hacia el azar sin nombre)
de la ribera dulce, de su costumbre antigua.
Y duda y duda y duda la pobre rana verde.

Y hacia el atardecer,
he aquí que, de pronto,
un estruendo creciente retumba derrumbándose,
y enfurecida salta el agua
sobre sus lindes,
y sube y salta
como si todo el valle fuera
un hontanar hirviente,
y crece y salta
en rompientes enormes,
donde se desmoronan
torres nevadas contra el huracán,
o ascienden, dilatándose
como gigantes flores que se abrieran al viento,
efímeros arcángeles de espuma.
Y sube, y salta, espuma, aire, bramido,
mientras a entrambos lados rueda o huye,
oruga sigilosa o tigre elástico
(fiera, en fin, con la comba del avance)
la lámina de plomo que el ancho valle oprime.

Oh, si llevó las casas, si desaraigó los troncos,
si casi horadó montes,
nadie pregunta por las ranas verdes...

... ¡Ay, Dios,
cómo me has arrastrado,
cómo me has desarraigado,
cómo me llevas
en tu invencible frenesí,
cómo me arrebataste
hacia tu amor!
Yo dudaba.
No, no dudo:
dame tu incógnita aventura,
tu inundación, tu océano,
tu final,
la tromba indefinida de tu mente,
dame tu nombre,
en ti

¡AY, TERCA NIÑA!...

¡Ay, terca niña!
Le dices que no al viento,
a la niebla y al agua:
rajas al viento,
partes la niebla,
hiendes el agua.
Te niegas a la luz profundamente:
la rechazas,
ya teñida de ti: verde, amarilla,
-vencida ya- gris, roja, plata.

Y celas de la noche,
la ardua
noche de horror de tus entrañas sordas.

Cuando la mano intenta poseerte,
siente la piel tus límites:
la muralla, la cava
de tu enemiga fe, siempre en alerta

Nombre te puse, te marcó mi hierro,
«cáliz», «brida», «clavel», «cenefa», «pluma»...
(Era tu sombra lo que aprisionaba.)
Al interior sentido
convoqué contra ti. Y, oh burladora,
te deshiciste en forma y en color,
en peso o en fragancia.
¡Nunca tú: tú, caudal, tú, inaprehensible!

¡Ay, niña terca.
Ay, voluntad del ser, presencia hostil,
límite frío a nuestro amor! ¡Ay turbia
bestezuela de sombra,
que palpitas ahora entre mis dedos,
que repites ahora entre mis dedos
tu dura negativa de alimaña.

VIENTO DE NOCHE

El viento es un can sin dueño,
que lame la noche inmensa.
La noche no tiene sueño.
Y el hombre, entre sueños, piensa.

Y el hombre sueña, dormido,
que el viento es un can sin dueño,
que aúlla a sus pies tendido
para lamerle el ensueño.

Y aun no ha sonado la hora.

La noche no tiene sueño:
¡alerta, la veladora!

VIDA

Entre mis manos cogí
un puñadito de tierra.
Soplaba el viento terrero.
La tierra volvió a la tierra.

Entre tus manos me tienes,
tierra soy.
El viento orea
tus dedos, largos de siglos.

Y el puñadito de arena
-grano a grano, grano a grano-
el gran viento se lo lleva.

A LOS QUE VAN A NACER

¡Cuán cerca todavía
de las manos de Dios! ¿Sentís su aliento
rugir entre los cedros del Levante?
¿Hay en vuestras pupilas rabos de oro,
vedijitas, aún, incandescentes,
de la gran lumbrarada creadora?
¿O fraguasteis, tal vez, en su sonrisa
-sonrisillas de Dios, niños dormidos-
y juerga en vuestras salas,
niño eternal, gran inventor de juegos?
Oh, vosotros le veis, seres profundos,
y saltáis en el vientre de la madre.

¿Qué peces de colores
os surcan aguas del dorado sueño?
¿Qué divinos esquifes
-juguetes sin engaño-
cruzan el día albar de vuestro cauce?
¿De qué extraña ladera
son esas pedrezuelas diminutas
que bullen al manar de vuestras aguas?
Oh fuentes silenciosas.
Oh soterradas fuentes
de los enormes ríos de la vida.

Seréis torrente en furia
que va a rodar al páramo. Seréis
indagación y grito sin respuesta.
Ay, guardad esta luz estremecida.
Ay, refrenad el agua,
volved al centro exacto.
Ay de vosotros.

… Ay de estos cieguecitos
de leche no cuajada,
de tierna pulpa vegetal, dormida.
Ay, copos de manteca,
que hacia el mercado vais –de sus ordeños
modelados por Dios, aún en su música,
con las gotas aún de su rocío-
entre las verdes hojas de los úteros.