miércoles, 24 de abril de 2024 07:25h.

Siete poemas de Matilde Alba Swann

Matilde Alba Swann
Matilde Alba Swann

(Berisso, Argentina, 24 de febrero de 1912 – La Plata, Argentina, 13 de septiembre de 2000​)

Se llamaba, en realidad, Matilde Kirilovsky de Creimer. Su padre era un maestro de escuela llamado Aliaquin Kirilovsky y su madre una campesina llamada Emma Joffe. De ellos guardo Matilde siempre buenos recuerdos, y en su memoria, dejó frases como esta: “Escribo con los sueños de mi padre, con las esperanzas de mi madre, con los recuerdos de ambos, con los motivos de sus recuerdos, con sus profecías, con sus triunfos y con sus frustraciones”. Ambos, por cierto, habían emigrado a Argentina escapando de la Rusia zarista, hasta instalarse en Berisso, la población en la que nació Matilde.

Poco después la familia se instaló en La Plata, en donde Matilde obtuvo en 1929 su título de bachillerato en el Liceo Víctor Mercante. Luego, ingresó en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, licenciándose en Derecho a los 21 años de edad, convirtiéndose así en una de las primeras mujeres del país que obtuvo un título universitario. Este fue el oficio al que se dedicaría, con brillantez, durante más de cincuenta años, desarrollando iniciativas en pro de la infancia desvalida. Además, trabajó como asesora del Ministerio de Acción Social y del Ministerio de Salud.

Igualmente, ejerció como periodista y colaboró habitualmente en la página literaria del diario La Capital de Mar del Plata, actuando además como corresponsal de guerra del diario El Día durante la guerra de las Malvinas. Igualmente, realizó distintos programas de literatura en varios medios audiovisuales.

Paralelamente a todo ello, Matilde fue aproximándose al mundo de las letras, a la bohemia argentina y a algunos de sus poetas (su madre, por cierto, puso en marcha un kiosco que luego se convirtió en librería, lo que permitió que Matilde accediera a los nuevos títulos que iban saliendo). Tardó, sin embargo, en publicar, quizá porque antes deseaba consolidar su trabajo, pero cuando lo hizo sorprendió, al sacar cinco excelentes libros de poesía de forma casi ininterrumpida, Canción y grito (1955), que constituyó su debut, Salmo al retorno (1956), Madera para mi mañana (1957), Tránsito del infinito adentro (1959) y Coral y remolino (1960). Luego, aún publicaría tres más, pero en periodos más distantes, Grillo y cuna (1971), Con un hijo bajo el brazo (1978) y Crónica de mí misma (1980), el último de todos. Con ellos consiguió varios premios literarios, entre ellos, el premio Santa Clara de Asís (1991), Premio Provincia de Buenos Aires (1991) o la estatuilla Stella Maris. Aunque es sin duda su mención más importante el hecho de que fuera propuesta en 1992 para la obtención del premio Nobel.

Su poesía es clara, transparente, y a veces intimista. Está, como señala el poeta y ensayista Fausto Leonardo Henríquez, “limpia de vicios”, y además, “es natural, sana y muy a menudo optimista (…) Porque canta lo humano, lo genuinamente humano sin excepción. Adoba toda su poesía con la vida y con un sin fin de emociones estéticas que consigna en imágenes de una belleza cautivante”.

CRÓNICA DE MÍ MISMA

Y querer merecerme; de veras merecerme.
Revisar mis dispersas escrituras,
mi palabra, revisarme el sollozo,
la garganta,
auscultarme el latido, desollarme,
revisarme las venas, las arterias.
todo el complejo existencial
que asumo.

Revisar mi conducta, mis proyectos,
lo soñado, ensoñado,
lo vivido,
conformarme de nuevo, aun no inscripta,
sin visión, sin recuerdo, sin mentiras,
sin verdades ocultas, temerosas,
sin impulsos,
sin deserción, sin este yo
impreciso.

Revisarme hasta el fondo, descifrarme,
prenderme, saberme, perdonarme,
tanto pude y no hice,
tanto hice febril
a manotazos,
en apremio suicida, lograr algo, dejar
algo, quedarme allí incrustada,
en la trama inicial, impenetrable,
indestructible, quedar, estar,
ser siempre,
y vencer de la muerte,
y de la vida.

Permanecer y ser, por solo acto
de ingerencia en un sino
de criatura.

Despedacé mi carne, carne mía, fatigada
de esfuerzo y sinsabores, me derramé, me di,
me hice guiñapo; al costado de holgura,
fui miseria.
Quise tanto y a tantos, y la tierra,
ese soplo de polvo que me aguarda,
y mi aventura batalladora hecha
de timidez, de inermidad
y miedo.
Estos árboles rudos que me vencen
la mirada, cada vez menos útil, y esta noche
que circunda mis noches y me azuza y me manda
no dormir, y pensar, y sentir frío,
y volver al dolor que hice a un costado.
Yo debo revisarme desde el antes,
descubrir el motivo, causa, impulso, la razón,
el por qué, y el hacia adónde, y el por qué
del por qué de la pregunta.
Ascender la montaña hacia la cima,
y mirarme, un abismo,
en el abismo, y elevarme al azul
por propio esfuerzo apoyándome en mí,
envolviéndome en mí,
desde mí misma,
tirar de mí hacia arriba; tocar siquiera
una sola estrella, una sola, o su fulgor
siquiera, o siquiera seguirla
desnudando
mi vergüenza a su luz. Esta corteza,
que resquebraja
cada vez que pienso,
y estas raíces que me petrifican
bajo la inercia de un planeta
muerto.
Quiero salir maleza a herir caminos,
y punzarme de heridas, ser, de pronto,
este mundo y un próximo intuido,
y recordar, de pronto, un otro antiguo
mundo en seres golpeados que lloraron
mucho antes de mí, y que derramaron
en mi llanto de hoy, su sal y acíbar.

Ser el ánfora quieta de una ignota,
milenaria mansión
sin nada dentro,
y esperando.

Un océano en peces y vitrales, y en suicidas
y barcos milenarios; ser la orilla, el camino
sobre el agua, ser la brújula, el sol rojo
de noche y el marinero que perdió la novia,
la llegada y el puerto, abigarradas
multitudes ruidosas,
y en mí, nadie.

Asomarme a la ardiente boca ígnea
de un volcán que despierta en el incendio,
y saber que soy fuego y quemadura,
que la lava soy yo,
descascarando;
desnudada, sentirme leña al rojo, derramado
mineral,
embistiendo la ladera, burbujeante y hervida.

Merecerme, de veras merecerme;
en cuclillas orar, sin darme cuenta,
porque quiera la entraña de mi madre,
exhalarme a la luz, y ser pequeña,
respirar, prometer, ser la esperanza
para alguien, sin nada más que el hilo,
que amenaza romper de una esperanza.

Merecerme de veras; ya retorno
del altar y del lodo, del sollozo,
del gemido y del canto, de mi propio
funeral, y me escucho como corro
anhelante y jadeante
a mi bautismo

APUNTES PARA UN REPROCHE
Te esperé hasta recién;
estás de fiesta.
Mi casi otoño
no me deja ambular
tu primavera.
Esperé tu regreso;
yo quería
escucharte contar, luz de alborozo
las campanas de amor
que resonaron
en tu trémulo espacio.
Te esperé hasta recién;
tú ni recuerdas
esta lámpara
lenta
que te aguarda.
Tu padre lee, él no sabe
de estas cosas
profundas
de mujeres. Tus hermanos,
florecidas cabezas
en la almohada
que parecen jugar
a estar durmiendo...

Tardas mucho; te esperé
hasta recién,
ya no te espero.
He de mirar tu lecho,
puro nardo,
el libro
que dejaste abierto,
tus todavía muñecos, las paredes,
y devuelta
de este inmóvil vagar
por un paisaje
de presencias sin nadie,
pensaré,
con la misma tristeza inevitable
de otras noches iguales,
que tal vez
no sé,
no fuera absurdo
que me hubieras llevado.

Tu padre lee; él no sabe, ni sufre.

Las mujeres
nos sentimos tan viejas
si quedamos.

SALVAJE

Salvaje como el viento, y arisca,
y triste a veces
como un rezo a la muerte,
y otras veces dichosa, y transparente,
y otras veces turbia
como esos charcos donde nadie bebe.
Naranja salvaje, verde agria,
y otras veces dulce,
roja por dentro
como tal vez fueran algunas
de las que rezuman en el monte
y nadie prueba.
Salvaje,
como mi cabello de batalla de insomnio,
como mis uñas mordidas como mis cejas rebeldes,
y otra vez tierna
con la voz ausente.
Salvaje,
como la garra en la que estrujaría mi corazón
cuando se encierra en víscera.
como la despavorida coraza de la selva.
Como el tigre en disentida mancha
tras la presa.
Como el asombro de Adán
ante el rostro espiral de la tormenta.
Como mi deseo si alguna vez se despertara
y no hallara la multitud en torno.
Como el gozo que entrecierra mis ojos
y abre las puertas de mi grito de par en par.
Como el dolor que me atraviesa
con sus crines mordidas por el fuego.
Con el infinito miedo de mis noches
poblándose de monstruos.
Como mi impulso frenético de golpear o o besar,
y a veces recogida como un murmullo al sol,
y a veces abandonada
y a veces abandonada y quieta
como la certeza del amor,
y silenciosa,
como la alcoba de mis horas
entreabriendo furtiva a la sorpresa.
Salvaje como mi audacia,
y otras veces miedosa y tímida y cubierta,
y otras veces
con la impudicia latiendo a flor de ropa.
Salvaje
deshaciéndome de mí misma,
y aullando y resonándome despedazada y estremecida
y tensa entre el lino dormido de las sábanas.
Fruta roída,
y otras veces intacta,
semilla, pulpa, zumo, toda guardándome
para la augusta nada.
Naranja salvaje, verde, agria,
con dolor de colores en la cáscara,
y algunas veces dulce,
increíble
y algunas veces,
cuando nadie me prueba,
miel y lágrima

AVENTURA MAYOR

Me dieron un puñado de rosas
a la hora
del ánfora en la comba rupestre del estío,
y debo hacer un hombre con él,
y no se cómo.

Me dieron un arrullo torcaz
en el ocaso,
con rudos cazadores
debajo de sus alas,
y debo hacer un hombre con él
y no se cómo.

Me dieron un miedoso balido
en el descenso de cumbres,
cuando el lobo despierta
y agazapa,
y debo hacer un hombre con él
y no sé cómo.

Me dieron un remanso de peces
asombrados, y arenas,
y guijarros filosos en el fondo,
y debo hacer un hombre con él
y no sé cómo.

Me dieron un susurro mecido
de improviso
gritando
por la herida de corzas y de nardos,
y debo hacer un hombre con él
y no sé cómo.

Qué simple y que dramáticamente
aventurado
un hombre,
un hombre,
un hombre...

Me dieron todo esto
que traigo desde el fondo
del sueño que desborda
mis pobres brazos,
flechas,
y miedos, y tabúes, y mitos, y leyendas,
y hogueras y perfumes, y altares
y brutales
sangrientos sacrificios,
proezas, sumisiones, recuerdos,
profecías, castigos; traigo a todos
los hombres en este hombre fundamental
el hombre... !

El hombre,
el hombre
el hombre
que voy a hacer de mi hijo.

REFUGIO

Entonces,
ciega y sorda, me abrazo a la poesía.

La aprieto contra el pecho,
la muerdo, la trituro,
me prendo a sus dos manos,
hundo en ella mi grito,
me aniño en su regazo,
sollozo en sus rodillas,
y encuentro que me acoge
piadosa a su ternura,
se adhiere a mi tristeza,
me entrega
gota a gota, su sangre, me amamanta,
me acuna, me adormece,
y en sueños,
poesía madre, le elevo mi plegaria.

“Sé lecho a mi cansancio,
sé sombra en este páramo amargo
en que transito
volcando de mis pasos.

Sé el camino que busco, transvásame
tu esencia, conviérteme a tu imagen,
haz de mí, la elevada
poesía de poesía”.

Y caigo ya sin fuerzas
de nuevo entre los hombres
que aplastan mis cenizas,
en tanto me perdonan
la culpa
de ser mártir.

EL MAR

El mar soñó en voz alta
que tú me besarías.
Libérame un instante los labios,
necesito
contarte sobre el filo
de aurora en que amaneces conmigo,
que fue cierto,
que sí,
que nos amamos.
Y ya antes
que deshaga de espumas,
-el mar sueña que muero a tu costado-
reanúdate,
yo quedo.
Y déjame tus manos.
O llévate apretados contigo
estos dos gozas y miedos y gemidos.
Mis dos gritos a un tiempo;
dos tigres, dos palomas;
dos himnos, dos sollozos;
dos triunfos, dos nostalgias;
dos culpas
y una sola locura
y un milagro.
O déjame tus manos.
Dos potros, dos tormentos
dos blancos dulces perros lamiéndome
los pasos;
dos náufragos, dos puertos;
dos fuerzas, dos desmayos;
dos gotas de una lluvia de estío;
dos blasfemias,
dos templos, dos guaridas;
dos cielos, dos infiernos,
dos dioses, y una génesis sola
sobre el caos.
La sal
ancla en el fondo del mar
castillos blancos.
Desátame los brazos
o apaga estos caminos de viento
que me llaman.
O vuélveme a la hoguera
del beso hasta que queden cenizas.
Desde el nácar
profundo
sueña un niño celeste, que amanece.

YO NO TENGO LA CULPA...
Yo no tengo la culpa
de amar tenaz la sombra de las cosas que fueron,
y sentir la impaciencia del misterio que ronda,
y vibrar la certeza de la luz que fulgura.
Yo no tengo la culpa de quedarme conmigo
en la hora del brindis, del laurel, de la espiga,
en refugio de infancia, en retorno de escuela,
en regreso a la tierna canción adormecida.
Yo no tengo la culpa de sumarme a la noche,
de soltarme en los techos en congoja de lluvia,
de morir de vergüenza con aquél que se humilla,
de quemarme en la fiebre mortal de los enfermos,
de dolerme en las hojas pisoteadas de otoño,
de gemir en las ramas de bramar con el viento.
Yo no tengo la culpa de ser una partícula
del cuerpo de la pena,
del coraje, del sueño, del amor por la eterna
tristeza de los hombres.
Solo tengo la culpa
de reunir en mis versos el dolor que rezuman
esas cosas amargas que remuerden y acusan,
¡de eso tengo la culpa...!