martes, 23 de abril de 2024 00:00h.

Cuando yo era adolescente… y Kurt Cobain murió

Un 5 de abril, hace 27 años –y con 27 años- Kurt Cobain se suicidó. El representante de la generación grunge. El espejo de muchos adolescentes que quisieron ser como él. Estos son los recuerdos de aquellos años, y de aquel día, de alguien que entonces era menor de edad. Y que coincidirán, sin duda, con los de muchos otros.  

Kurt Cobain en 1991 Fuente Wikipedia
Kurt Cobain en 1991 (Wikipedia)

No hay un periodo en que sintamos con tanta intensidad la música como durante la adolescencia. Se te pegan las notas al cerebro y tu cuerpo, lleno de fuerza y energía, te obliga a moverte y a expresarte. Dan igual los medios. Dan igual las generaciones. Igual lo ha sentido quien ha escuchado a los Beatles en un LP que quien escucha al último músico de moda en su smartphone. Es una magia que, con la edad, pierde intensidad. Y a mí me tocó vivirla en los años de la generación grunge. Durante ese tiempo inmediatamente anterior a Internet en que todavía podías creerte cualquier cosa sin que nadie te lo echara abajo buscando datos en la Wikipedia. En esos tiempos en que ni siquiera sabías cuáles de los Sex Pistols estaban muertos.

Sí, cuando Nirvana consiguió su primer número uno en las listas de ventas faltaban todavía unos quince años para que alguien pusiera en marcha Youtube. Entonces, para conocer un disco, tenías que comprarlo. A no ser que tuvieras la  suerte de que alguien ya lo hubiera hecho antes y, generoso, te pasara una copia en cassette. Los singles, al menos, los podías escuchar en la radio, o con suerte, podías grabar sus vídeos musicales en tus cintas VHS. Y cuando sabías de alguien que había conseguido un concierto pirata de los Guns N’ Roses o de Metallica acudías raudo a su casa porque pensabas que quizá ya no podrías volver a verlo nunca más.  

Sí es verdad que, al menos, mi generación tuvo la MTV. En aquellos tiempos en que todavía era un canal de música. Por ella muchos, muchísimos, conocimos a Nirvana. Porque era rara la hora en que no sonara el “Smells like teen spirit”. Momento en que, para muchos, todo se detenía. Porque nos impresionaba eso que aparecía en nuestras pantallas de televisión CRT. Porque teníamos ante nosotros, sin que fuéramos conscientes de ello, la banda que iba a ser el último gran fenómeno musical del rock. La banda que cambió gran parte de los gustos musicales de los jóvenes del instituto. Y también, las estéticas. Porque hasta entonces habíamos tenido algunos rockers, que se dejaban patillas y tupés adolescentes; muchos heavies, con sus melenas y camisetas negras de dibujos siniestros;  y, menos, algunos punks, que hablaban de los Sex Pistols, los Clash y los Ramones. Pero cuando llegó Nirvana muchos de ellos quisieron ser Kurt Cobain. Y es que hasta las revistas musicales que habían presumido de defender otros estilos comenzaron a dedicarles portadas y reportajes. Y también las radios universitarias (yo estaba entonces en una, pese a no ser aún universitario) empezaban a bombardearnos con el Nevermind.

Creíamos que aquel hombre había alcanzado todo lo que alguien podría desear en su vida. Fama, reconocimiento, la posibilidad de manifestarse a través de su arte y ser querido por ello… Sin olvidar, por supuesto, algo que todos los rebeldes quieren: la capacidad de hacer lo que le diese la gana.

Veíamos las noticias musicales y allí estaba siempre Kurt Cobain. Y creíamos que aquel hombre había alcanzado todo lo que alguien podría desear en su vida. Fama, reconocimiento, la posibilidad de manifestarse a través de su arte y ser querido por ello… Y, por supuesto, éxito, dinero y todos los seguidores que quisiera. Sin olvidar, por supuesto, algo que todos los rebeldes quieren: la capacidad de hacer lo que le diese la gana. De responder lo que deseara en las entrevistas. De ser irreverente y distinto. El sueño de muchos adolescentes que buscábamos, como todos, nuestra libertad mientras descubríamos la del mundo. A fin de cuentas, ¿no era eso el rock?

In Utero fue una muestra de que Nirvana podía hacer lo que quisiera. Un disco que no buscaba ser comercial y que no tenía temas tan radiables como el anterior. Pero, qué importaba, igual sonó masivamente e igual nos fascinó. Su Unplugged, en cambio, nos sorprendió, porque sonaba limpio, pero igual lo devoramos. Además, era solo un paréntesis. En aquellos tiempos estábamos acostumbrados a que las bandas sacaran un disco al año, así que el debate, a partir de entonces, fue cómo sería el siguiente. Si sería tan limpio como ese o volvería a ser una explosión de rabia.

Y entonces llegó el 9 de abril de 1994. Ese día, recuerdo, estábamos en un descanso en el instituto y alguien nos dijo que Kurt Cobain había muerto. Que lo habían encontrado en su casa y que hacía varios días que se había suicidado. “¡Qué dices!” –respondimos. Creíamos que era una broma, porque, a fin de cuentas, a esas edades era habitual hacer este tipo de bromas. Hasta que otros nos lo confirmaron. Todo un golpe. “¿Cómo ha sido?”. A los 27 años. Los mismos de Jimmy Hendrix y Jim Morrison. Y alguien dijo: “¡Me alegro! ¡Que se  joda! ¡Por meterse con Dios!”. Se estaba refiriendo al video musical de “Heart Shaped Box”, en que aparecía un anciano en una cruz. Luego, por cierto, supe que Kurt Cobain quería que en aquel vídeo apareciera William Burroughs, a quien había conocido poco antes. Quizá, no muy consciente de quien era aquel joven rubio de cabello largo que tanto interés mostraba por él.

En mi grupo de amigos había también quien rechazaba a Nirvana por el éxito que habían tenido. Y que decía que se había “vendido” a las discográficas. Porque, afirmaba, determinadas músicas debían ser para minorías selectas. Pero, qué nos importaba todo eso. Lo único que pensábamos era que nadie comprendía aquel suicidio. Sí. Entendíamos que Sid Vicious, Jim Morrison, Bon Scott o Janis Joplin hubieran muerto por culpa de sus excesos. Pero, ¿Kurt Cobain? ¿Por qué un tiro? ¿Qué sentido tenía tomar un arma y dispararse cuando estabas en lo que nosotros veíamos como la cima del mundo?

Con el tiempo fuimos comprendiéndole mejor. Porque supimos de la lucha interna que había sostenido. Y observamos, al fin, al hombre que había tras ese  músico que parecía haber alcanzado todo dándole una patada al mundo. Y vimos que había sido un hombre destrozado por la heroína. Y, también, por la fama. Que sufría con el éxito porque creía que este pervertía su arte. Que convivía con una depresión y con unos dolores crónicos que atenazaban su estómago. Un hombre a quien un día Ian Tilton fotografió, llorando, sin que le importara que le estuvieran tomando esa imagen. Sin que le hicieran caso los miembros de su banda, que estaban a poca distancia de él, porque, seguramente, estaban acostumbrados a verlo en ese estado. Un hombre que quiso acabar con ese dolor un 5 de abril de la forma más drástica. Y que no quería esa vida que nosotros creíamos perfecta.