sábado, 20 de abril de 2024 00:00h.

La Bella Otero: la bailarina y cortesana que rindió a los reyes de Europa

"La Bella Otero” (1868-1965) fue una de las bailarinas y cantantes más representativas de la ‘Belle Epoque’ francesa. Pero, también, la amante de algunos de los más grandes monarcas y aristócratas europeos. Su vida fue trágica y estuvo llena de contrastes. Acabó sola y pobre, tras dilapidar su fortuna en casas de juego. Hoy, aniversario de su nacimiento, recordamos su sorprendente historia.

La Bella Otero
La Bella Otero

Cuando a principios de siglo XX “La Bella Otero” se movía, seductora, entre las cortes europeas, vestida con trajes hechos por los más importantes modistos y ataviada con numerosas joyas, pocos tenían la sensación de que tras, todos esos gestos y esa parafernalia, se ocultaba una historia trágica que ella misma había tratado de borrar. De hecho, ni los más íntimos sabían que en realidad provenía de uno de los hogares más pobres del norte de España, ni mucho menos, el gran secreto que arrastraba y que había supuesto un antes y después en su vida: la violación que había sufrido, cuando solo tenía diez años, a manos de uno de los vecinos de su pueblo natal, Valga. De un modo tan brutal, tan salvaje, que le dejó al borde de la muerte y le arrebató la capacidad de tener hijos. Y esto, sin recibir el apoyo de muchos de sus convecinos, que llegaron a culpabilizarla de la agresión diciendo que, pese a su edad, había sido ella quien había provocado todo.  

Esto, que hizo que dejara de creer en la buena voluntad del ser humano, le motivó a abandonar para siempre el pueblo y presentarse a partir de entonces como “Carolina”, su segundo nombre, desterrando así el de “Agustina”, que era por el que siempre le habían llamado. Desde entonces, trabajó como criada, formó parte de una compañía de cómicos ambulantes y hasta ejerció como bailarina en locales de mala reputación. A la par que conocía, con 13 años, al que iba a ser su primer novio. Que también iba a ser el causante de que ella acabara en el mundo de la prostitución.

La vida de Carolina cambió en 1888 cuando el empresario Ernest Jungers la descubrió y se enamoró por ella. Con tal obsesión que decidió consagrar su vida a convertirla en “La Bella Otero”. Se la llevó a Francia, le enseñó todo lo que sabía del espectáculo, refinó sus modales, le pagó profesores con el objeto de que mejorara sus dotes como bailarina y cantante y hasta le enseñó idiomas para que pudiera moverse cómodamente en los círculos aristocráticos.

Jungers estaba seguro de que aquella mujer podía ser una gran estrella y el tiempo le acabó dando la razón. Pronto “La Bella Otero” encandiló a quienes acudían a los escenarios para escucharla cantar y ver sus bailes, que mezclaban el flamenco, el fandango y algunas danzas exóticas. Fue una de las figuras más importantes de los parisinos Cirque d’été y –más aún- el Folies Bergère; y, fruto de todo ello, se le empezó a reclamar desde distintas partes del mundo, actuando así en países tan distintos como Estados Unidos, Argentina, Cuba o Rusia. Pasó, pues, de las calles y locales pequeños a lugares donde se celebraban grandes espectáculos; del lado más paupérrimo de la sociedad al más enriquecido; de las tabernas más humildes a las cortes de los monarcas.

Y es que, como solía ser habitual en las mujeres del espectáculo, “La Bella Otero” se convirtió en uno de los objetos de deseo de los hombres que se ubicaban en las altas esferas de la sociedad, que la contemplaron como un trofeo que podrían conquistar a base de dinero, joyas e influencias. Y así, la española acabó convirtiéndose en la cortesana de algunos de los personajes más poderosos de Europa, entre ellos, el emperador Guillermo II de Alemania, el zar Nicolás II de Rusia, los monarcas Leopoldo II de Bélgica, Eduardo VII del Reino Unido y Alfonso XIII de España, además de políticos tan conocidos como Aristide Briand. Gracias a ellos amasó una gran fortuna que le permitió ser una de las mujeres más poderosas de su tiempo. Aunque, en el camino, desarrollara un cinismo incurable por el amor y se apartara de los hombres que se habían prendado de ella, incluido el propio Jungers, que tras su rechazo quedó solo, arruinado y sin el apoyo de su familia.

A los 46 años decidió abandonar aquel mundo y entregarse al que, según dicen, fue su único y verdadero placer: los juegos de azar. Y lo hizo con tal obsesión que logró dilapidar la inmensa fortuna que había acumulado. Moriría en Niza, a los 96 años, sola y dependiente de la pensión que le pasaba el Casino de Montecarlo, pues sus responsables, al ver que había perdido allí gran parte de su dinero, le asignaron una para que pudiera subsistir. Fue así como la cortesana de los grandes reyes y aristócratas, que había conocido los secretos más íntimos de muchos de ellos, terminó, olvidada por todos y preguntándose, seguramente, qué rumbo habría dado su vida de no haber sido el mundo tan cruel con ella cuando solo tenía diez años.