sábado, 27 de julio de 2024 00:04h.

Cincuenta años sin Louis Armstrong: una sonrisa ante las adversidades

Hoy, 6 de julio, se cumplen 50 años de la muerte de Louis Armstrong. El hombre de Nueva Orleans que nació en un barrio pobre y sin posibilidades de futuro. Y que, sin embargo, se convirtió en un innovador del jazz que cambió la música del siglo XX. También un hombre que, tras esa eterna sonrisa, guardaba un pasado complejo y lleno de dificultades. 
Louis Armstrong
Louis Armstrong

Se dice que un día de 1953, estando en el aeropuerto, el vicepresidente Richard Nixon vio a Louis Armstrong y se acercó a él. Luego, tras una pequeña conversación, le dijo que no tenía que esperar el control de aduanas, así que tomó las maletas del músico y cruzó con ellas la entrada dedicada a las autoridades. Acababa de pasar, sin saberlo, el alijo de marihuana que llevaba Louis en la maleta para su consumo personal. Y así, de repente, el futuro presidente de los Estados Unidos se había convertido de forma involuntaria en una suerte de pequeño contrabandista de drogas.  

Si Nixon obró así fue porque Armstrong era un hombre que generaba simpatías. En esas fechas salía en televisión, tocando su trompeta y cantando, siempre sonriente, como si fuera el hombre más feliz del mundo. Y tanto en los escenarios como fuera de ellos se mostraba siempre directo, amigable y cercano. Y eso, a veces, hacía que algunos se tomaran demasiadas confianzas, a veces de forma positiva, otras no tanto, sobre todo los que se empeñaban a tratarle como si fuera un nuevo “Tío Tom”.

Fuera como fuese, la mayoría de quienes le trataban entonces sabían bien poco de la biografía de aquel hombre que había nacido en Nueva Orleans en 1901 y que había tocado jazz en los lugares más peligrosos de Chicago ante gánsteres tan famosos como Al Capone. Y, seguramente, también ignoraban que Armstrong, pese a su eterna sonrisa, guardaba para sí todos los desprecios que había recibido por el hecho de ser negro. Y no solo en los Estados Unidos. De hecho, guardó siempre un recorte de  un diario británico en donde se le describía como “un gorila”. Como si no quisiera olvidar la brutalidad que le había rodeado. Y de la que, pese a todo, nunca quiso formar parte.  

Tenía mérito, desde luego, esa actitud. Y más, si tenemos en cuenta que cuando miraba al pasado se encontraba con una infancia llamativamente difícil. De hecho, de niño había tenido que trabajar vendiendo carbón por las calles de Nueva Orleans; empujando, con su cuerpo delgado y pequeño, una carretilla de madera. Así cruzaba, por ejemplo, el barrio de prostitutas de la ciudad, que al ver a aquel niño que pasaba reiteradamente ante ellas le llamaban con cariño “little dippermouth” (algo así como “pequeño boca grande”). Y él se portaba familiarmente con ellas. A fin de cuentas, su madre se dedicaba también a ejercer el oficio más viejo del mundo. Por eso quien le cuidaba, junto a su hermana Beatrice, era su abuela, Josephine, una mujer que había vivido su juventud como esclava. De su padre, por cierto, nunca supo. No quiso reconocerlo y acabó abandonándole.  

Hubo, sin embargo, dos circunstancias que permitieron que aquel niño encontrara un futuro lejos de esas calles. El primero, el hecho de que en esos clubes y burdeles a los que le llevaba su trabajo conociera la música que le haría famoso: el jazz. Y el segundo, que, pasado un tiempo, tuviera la suerte de trabajar para una familia inmigrante judía, los Karnofsky, que le ofrecieron su hogar, le apartaron de las malas compañías que ya tenía y le trataron como si fuera uno de los suyos. Un hecho que Armstrong nunca olvidó. Por eso en la autobiografía que escribió dijo que ellos le habían enseñado a vivir “con determinación”; pues pese a ser blancos, conocían también lo que era el rechazo social. Añadiendo, además, un dato fundamental: que fue el señor Karnofksy el que le compró su primera trompeta. Por eso, pese a ser de fe baptista, Armstrong llevó toda su vida una estrella de David en su cuello. Porque quería recordar al hombre que, al fin, le había tratado como a un hijo.

A partir de ese momento, y no es exagerado decirlo, el jazz cambió. Porque Armstrong practicó y practicó hasta desarrollar un estilo propio y revolucionario que asombraría al mundo. Sobre todo, a partir de los años veinte, cuando tras pasar por varios grupos, organizó su propia banda y comenzó a grabar una serie de discos con canciones como “Cornet Chop Suey”, “Potato Head Blues”, “Alligator Crawl” o “Butter and Egg Man”; a las que aportó una serie de solos instrumentales innovadores, además de ese famoso “Scat singing” que luego tantos cantantes de jazz imitarían. Y esto, sin dejar de tocar por las noches en los clubes; obligándose así a improvisar constantemente hasta construir su propio estilo musical. Por eso cuando en 1928 grabó su “West End Blues” todos se rindieron ante él. Porque ese tema era arte; pero también, exploración musical y revolución. La base de su música –y de buena parte del jazz- de las décadas siguientes.

A partir de ese momento no cesó de trabajar, creciendo en popularidad y realizando más y más actuaciones (unas trescientas al año). Pero sin dejar por ello de tener los pies en la tierra, recordando su pasado (continuó viviendo en su modesta casa de Queens) y agradeciendo el presente. Algo que se refleja en su tema más conocido, “What a Wonderful World”, de 1967. Un “mundo maravilloso” al que no renunciaba pese a que, en aquel tiempo ya presentaba algunos achaques de salud, tras sufrir un infarto, que le obligaron a reducir su número de actuaciones. Fallecería el 6 de julio de 1971, tras haber tocado en público hasta, prácticamente, sus últimos días, sin dejar de mostrar su sonrisa.