sábado, 20 de abril de 2024 00:00h.

Edgar Allan Poe: autodestrucción y una última ironía

El 7 de octubre de 1849 falleció en Baltimore, tras unos días oscuros, uno de los escritores más importantes de la historia de la literatura: Edgar Allan Poe. Pocos como él han dejado una impronta tan importante en tantísimos géneros y autores: de Nietzsche a Robert Louis Stevenson, de Ruben Darío a Julio Cortazar, de Jorge Luis Borges a Oscar Wilde, por citar tan solo unos nombres. Hoy queremos recordarlo. 

Edgar Allan Poe
Edgar Allan Poe

Le reconocieron el 3 de octubre cuando estaba en una taberna de Baltimore, totalmente borracho y asediado por las alucinaciones. Nadie supo cuantos días llevaba así, ni el porqué de que hubiera llegado a tal estado. Ni tampoco la causa de que estuviera vestido con unas ropas que no eran las suyas. Por eso muchos creyeron que alguien le había pagado con alcohol –algo habitual con quienes estaban en el lado más miserable de la sociedad- para que votara varias veces, con distintas prendas, en las elecciones locales. Otros, sin embargo, afirmaron que le habían golpeado unos matones; pero la mayoría, simplemente, se limitó a decir que aquel escritor alcohólico y drogadicto había sucumbido ante sus muchos excesos. Rumores que él mismo no supo despejar, pues no alcanzó a decir nada coherente, tampoco después de que lo trasladaran al hospital, cuando ya era demasiado tarde para él. Moriría cuatro días después, el 7 de octubre.

Y sin embargo, aquel hombre, Edgar Allan Poe, había dejado tras de sí una de las obras literarias más importantes e influyentes de la literatura. Textos a veces terribles, otras sobrecogedores, en donde se atrevió a romper con muchos de los tabúes de su tiempo y en donde se quiso reflejar su estado anímico y su mala situación personal. Sobre todo, desde que su jovencísima mujer, Virginia Clemm (se habían casado en 1836, cuando ella tenía 13 años y él 27) enfermara de tuberculosis y muriera en 1847, dejándolo sumido en la tristeza.

Aquello recrudeció aún más el problema de Poe con la bebida, que arrastraba desde sus años de estudiante. Entonces logró entrar en la Universidad de Virginia, apoyado por su “padrastro” John Allan, que le pagó sus estudios con la esperanza de que allí se convertiera en un hombre de negocios, pero Poe prefirió dedicarse a la vida bohemia, la bebida y el juego. Tanto, que acumuló una elevada deuda a causa de las apuestas que John se negó a sufragar. Más aún, al ver que Poe, a quien había cuidado desde que de niño había quedado huérfano, tenía una obsesión que John nunca entendería: su deseo de consagrar su vida a la poesía y convertirse en un nuevo lord Byron.

Tras este episodio Poe –que antes de abandonar la Universidad destruyó los muebles de su cuarto e hizo una hoguera con ellos- decidió buscarse la fortuna por sí mismo. En 1827 publicó su primer libro de poesía, Tamerlán y otros poemas, pero el escaso éxito que obtuvo le obligó a buscar otros caminos. Entretanto, pasó por la academia militar de West Point, que solo le reafirmó en su deseo de seguir escribiendo (por eso, para salir de allí, hizo lo posible para provocar su expulsión). Creía que podría vivir, incluso, de la escritura; aún a sabiendas de que sus creaciones no encajaban con el mundo que le rodeaba.

Retrato de juventud de Sarah Elmira Royster

Tras intentarlo con sus poemas, probó suerte con varias novelas (entre ellas, su Aventuras de A. Gordon Pym), pero al final en donde destacó fue en el género del cuento, el único que logró darle algo de dinero. Y allí demostró una maestría y una originalidad adelantadas a su tiempo, elogiadas años después por literatos de todo el mundo (como Julio Cortázar, que tradujo sus obras al español). Textos en que mezclaba su imaginación con sus vivencias, esos mundos de horror y lirismo, tempestuoso romanticismo, gustos escandalosos y mujeres hermosas, que combinó con aquellas historias y supersticiones que había oído de los criados y nodrizas de raza negra con que se había criado. Y, en el camino, también, inventó el género detectivesco, con el personaje de Auguste Dupin, oscuro e inestable, que todavía hoy es capaz de sorprendernos por su falta de tópicos. Y es que este no busca resolver los crímenes por un asunto de justicia, sino porque quiere escapar de la apatía y el dolor a través de la inteligencia (de hecho, la serie televisiva como House bebe más de Poe que de Arthur Conan Doyle). Además, Poe escribió incisivos artículos de crítica literaria que solían generar escándalos, en parte, porque se negaba a relacionar la buena literatura con una literatura de valores, como hacían muchos de sus contemporáneos. Pero igual, pese a que su nombre atraía, él se beneficiaba poco de eso.  

Y, sin embargo, poco antes de morir debió pensar que se le estaba concediendo una nueva oportunidad. Porque en esas fechas en que lo encontraron en esa taberna, desesperado en medio del delirio, estaba planeando casarse de nuevo. Poco atrás se había reencontrado con Sarah Elmira Royster, su amor de adolescencia y seguramente, la inspiradora, de algunas de sus más bellas obras. Y esa fue la última gran ironía de la vida de Poe: que todo terminó para él cuando parecía haber recuperado el fuego de la juventud y estaba a las puertas de un matrimonio que podría haberle cambiado la vida, más aún, por los recursos económicos de su pareja. Pero el destino, o quizá sus excesos (o quizá los hermanos de Elmira, pues hay autores que señalan que quienes golpearon a Poe poco antes de morir pudieron ser ellos), confabularon para que no abandonara nunca su estela de escritor maldito. Seguramente –con permiso de Baudelaire-, el más famoso de todos. Porque pocos autores como Poe han sido capaces de dejar un legado tan impresionante como el suyo. Tanto, que difícilmente la literatura del siglo XX podría entenderse sin su obra. Aunque la creara, siempre, a costa de sí mismo.