miércoles, 24 de abril de 2024 00:01h.

Detrás de ‘En busca del tiempo perdido’, la obra maestra de Marcel Proust

La magna obra de Marcel Proust (1871-1922), En busca del tiempo perdido, es ahora un clásico indiscutible de la literatura mundial. Sin embargo, en su día nadie quiso publicar su primer volumen. La lucha de Proust por escribirla, pese a estar gravemente enfermo, es el sorprendente testimonio de un hombre que dio todo en aras de su obra. Hoy, aniversario de su fallecimiento, recordamos su historia.

Marcel Proust
Marcel Proust

Ya sabía Marcel Proust cuando en 1913 se puso a la venta su Por el camino de Swann, la primera parte de su heptalogía En busca del tiempo perdido, cuán difícil era que aquella obra pudiera alcanzar el éxito popular. Después de recibir el rechazo de varias editoriales había optado por sufragar personalmente los gastos de publicación para lograr que el trabajo saliera a la luz, pero esto, más que como un sacrificio en nombre del arte, lo habían visto muchos como el capricho de un potentado. Y es que Proust estaba considerado un escritor ligero, procedente de una familia rica, autor de algunas poesías mediocres y de varios relatos y crónicas sin importancia, además de una novela llamada Los placeres y los días que había pasado sin gloria alguna por las librerías. Y por eso nadie esperaba nada de él. Ni André Gide, que, tal y como confesó, rechazó la posibilidad de publicar la obra por precisamente esa mala fama; ni los críticos que se desentendieron de su estilo; ni mucho menos los posibles lectores. Al final, muchos vieron aquel trabajo como el ejercicio de un snob que había cometido una de las más grandes frivolidades: escribir un libro con el único fin de seguir llenando de presunciones sus visitas a los salones elegantes de París.

Lo irónico es con que esa obra, plagada de frases largas y metáforas, tan complejas como dotadas de una belleza sorprendente, Proust estaba hablando precisamente de la soledad que sentía ante ese mundo que equiparaba las emociones con las debilidades; ese mundo hipócrita en donde nadie sabía dar amor auténtico. La había escrito cuando rondaba los cuarenta años de edad, ya enfermo, y le había permitido mirar con nostalgia el pasado en busca de tiempos más felices. Y aún con esa tímida acogida, pensaba dedicarle una continuación, aunque no supiera muy bien cómo lograría sacarla adelante. Hasta que un día el escritor, crítico y editor Jacques Rivière leyó Por el camino de Swann y se puso en contacto inmediatamente con él para dedicarle todos sus elogios y decirle que le interesaba publicarla en su sello. Y entonces, todo cambió para Proust (“¡Al fin encuentro un lector que intuye que mi libro es una obra dogmática y una construcción!”, le escribiría Proust el 7 de febrero de 1914 tras su primer contacto), que ya con más confianza preparó A la sombra de las muchachas en flor, el segundo volumen de En busca del tiempo perdido, convencido de que esa historia protagonizada por su alter ego le permitiría ahondar en sus reflexiones sobre las apariencias y circunstancias del ser humano.

Aún así, y pese al apoyo de la editorial Gallimard y la publicación de esa obra, Proust no lo tuvo fácil. Cuando a finales de 1919 recibió, tras sorprender a algunos críticos, el prestigioso Premio Goncourt por delante de Roland Dorgelès y su Las cruces de madera, casi toda Francia se escandalizó. Y aunque ante las numerosas protestas el presidente de la Academia Goncourt afirmó que A la sombra de las muchachas en flor se había adelantado a su tiempo en más de cien años, pocos le quisieron escuchar. Principalmente, porque se consideraba que Proust no representaba al pueblo francés, a diferencia de Roland, que había sabido condensar en su obra el dolor por la reciente guerra que habían sufrido.

Última página manuscrita de En busca del tiempo perdido

Proust permaneció, sin embargo, ajeno a todo ello. En lugar de disfrutar de las mieles del éxito, siguió encerrado en su hogar, rodeado de papeles, teniendo muchas veces como único contacto a su criada Céleste, cada vez más consciente de que su enfermedad iba a llevárselo pronto. Y el resultado de aquellos tiempos tan oscuros fue prodigioso, pues en tan solo tres años escribió los cinco libros que completaban En busca del tiempo perdido, aunque solo llegara a ver publicados dos de ellos, El mundo de Guermantes (1921) y Sodoma y Gomorra (1922). “Ahora puedo morir”, dijo a Celeste, agotado, tras escribir las últimas palabras de su obra, compendio de autobiografía y reflexiones sobre la memoria, el arte, la imaginación, el lenguaje, el amor o la homosexualidad (tema que a él, por sus inclinaciones hacia los hombres, siempre le interesó, aunque hiciera lo posible por no reconocer su condición). La misma con la que conseguiría revolucionar la novela de su tiempo.  

En sus últimas semanas Proust se abandonó totalmente. Su estado se agravó y ni siquiera quiso acudir al médico cuando contrajo la pulmonía que aceleró su fin. Moriría el 18 de noviembre de 1922, sin tener la oportunidad de ver cómo la crítica se rendía unánimemente ante él y comenzaba a entenderse que los sueños e inquietudes que desplegaba eran los de todos. Y así, En busca del tiempo perdido pasó a ser una obra total, compleja y bella que merecía estar entre lo más importante de las letras francesas. Un texto en donde Proust había sabido mostrar el teatro de la vida y los modos en que fingimos para seguir adelante, anticipando, también, muchos de los males sociales del siglo XX. Y todo, a base de un sacrificio constante, proclamando con total honestidad su amor por el arte y la escritura. Seguramente porque, para Proust, esa era la vía para alcanzar la eternidad.