lunes, 14 de octubre de 2024 00:02h.

‘El niño perdido’ de Thomas Wolfe

Thomas Wolfe (1900-1938), influyó a autores tan grandes como Fitzgerald, Bradbury o Kerouac. Y, en su día, el propio William Faulkner lo consideró el mejor escritor de su generación. Buena muestra de ello son obras como “El niño perdido”, una extraordinaria novela corta que supone un viaje a nosotros mismos, a nuestros sentimientos y al modo en que el ser humano trata de encarar sus pérdidas. Hoy, en el aniversario del nacimiento de Wolfe, queremos recordar este título.

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Thomas Wolfe

En más de una ocasión el escritor William Faulkner confesó que en su generación solo había un autor mejor que él: su compatriota Thomas Wolfe. El autor de Luz de agosto, más dado a las polémicas que a los elogios (basta con ver su relación con Hemingway para corroborarlo), y que siempre tuvo a su propia literatura en lo más alto de las concepciones, sentía fascinación por Wolfe. Elogiaba su lirismo, su prosa innovadora e impactante y su capacidad para hacer reflexionar al lector, algo que además conseguía sin abandonar la belleza literaria. Y no era el único. Similar pensamiento tuvieron autores tan dispares como Scott F. Fitzgerald, Ray Bradbury, Philip Roth o Jack Kerouac. Y esto, a pesar de que Thomas Wolfe vivió solo 38 años y no tuvo la oportunidad de seguir evolucionando en su literatura. Llamativamente pocos, desde luego, si consideramos el elevado número de obras que dejó, entre ellas, novelas tan importantes como El ángel que nos mira o Del tiempo y el río, o su excelsa colección de cuentos, poesías y obras de teatro.

Hay, además, una obra menos conocida que escribió en sus últimos años de vida que se encuentra entre lo más sobrecogedor de su producción, El niño perdido, una novela corta en la que habla de su hermano Grover y de cómo su muerte, a los doce años de edad, impactó a toda la familia.  

El niño perdido se ambienta en el San Luis de 1904, en el tiempo en que se celebraba la Exposición Universal en la ciudad y la familia de Wolfe alquilaba habitaciones a los visitantes. El entorno perfecto para que su autor presente aquel mundo que cambia, que mezcla el progreso con las viejas raíces y costumbres, desde la perspectiva de Grover, que se revela aquí como un niño inquieto y sensible que siente en su corazón la belleza de lo que le rodea y que, a la vez, sufre por las muchas crueldades que encuentra. Aunque el valor máximo de la obra de Wolfe no está solo en todo lo que tiene de biográfica (o autobiográfica), también aparece en la construcción que el autor hace para entender lo que ha sucedido con su hermano y reflexionar así sobre cómo se afrontan las ausencias de los seres queridos. Y nos da a entender que las imágenes que nuestros recuerdos construyen son también una forma, muchas veces triste, de recuperar lo perdido.

Wolfe tiene además la gran idea de explicar la memoria de su hermano desde cuatro puntos de vista distintos: el del narrador, el de la madre de Grover y el de dos de sus hermanos. Una decisión que le permite reconstruir a esa persona tan querida por su familia desde ópticas muy distintas. Así, mientras el narrador, como suele ser habitual, aporta una cierta distancia, la madre y los hermanos aportan sus perspectivas únicas, aunque a veces sea con alguna imprecisión e inseguridad. Y lo que logra transmitir con ello resulta sobrecogedor; precisamente, porque logra que el lector se implique con él, pero también porque hace que este piense sobre sí mismo, sus pérdidas y los mecanismos que ha empleado para tratar de afrontar su propio dolor.

El niño perdido, pues, es algo más que una biografía o el –por otra parte, habitual en Wolfe- recorrido por las circunstancias y paisajes norteamericanos. Es también un viaje a nosotros mismos y a nuestros sentimientos. Y, gracias a la maestría lírica de la que hace gala su autor, uno de los más preciosos que podemos hacer (y en menos de cien páginas). Y todo para corroborar de la forma más bella una realidad: nadie se va del todo si seguimos recordándolo. Porque nadie desaparece mientras se tiene memoria.