sábado, 20 de abril de 2024 00:00h.

William Faulkner, el Premio Nobel de Literatura que se atrevió a retratar el racismo sureño estadounidense

Este 6 de julio se celebra el 59 aniversario del fallecimiento de William Faulkner (1897-1962). El escritor modernista que con novelas como Luz de agosto y ¡Absolón, Absolón! logró hacer un retrato de algo que conocía bien: el racismo y las problemáticas sociales que afectaban al sur de los Estados Unidos.

William Faulkner
William Faulkner

Dicen que fue una errata en la portada de uno de sus textos la que convirtió a William Falkner en William Faulkner. Y que, tras comprobar que el nuevo nombre le gustaba, decidió desterrar el viejo para siempre. Era 1918, tenía 21 años y el deseo de demostrar que era un autor distinto con muchas cosas que contar. Su infancia había transcurrido en el seno de una familia sureña tradicional, con una madre enamorada de los libros que le enseñó a leer antes de ir a la escuela, y una niñera, Caroline Barr, afrodescendiente, que fue fundamental en su vida porque le llevó a interesarse siempre en los temas raciales. De este modo, no solo el pequeño Falkner conoció la historia de su familia y lo que los suyos habían hecho en la Guerra Civil, también, lo que había sido la esclavitud y todo lo que implicaba ser negro en esos años de crecimiento del Ku Klux Klan.

Antes de ser novelista, sin embargo, quiso ser poeta. Y, ayudado por Phil Stone, cuatro años mayor que él, trató de buscar su estilo. Pero pronto vio Faulkner que pese a los esfuerzos de su amigo para que publicara, no lograba el respaldo necesario. Así que, en busca de un sueldo que le permitiera comer, tuvo que emplearse en los sectores más variopintos: fue pintor de brocha gorda, piloto de guerra, cartero (“el peor encargado de correo jamás visto”, según Phil Stone), y periodista. Hasta que, al fin, logró publicar, en 1926, su primera novela, La paga de los soldados, que precedió a Mosquitos y Sartoris, obras que le demostraron que, quizá, podría vivir de eso. Más aún después de que aparecieran El ruido y la furia y Mientras agonizo, que le dieron ya una cierta fama y que demostraron, con ese estilo de saltos temporales, monólogos que se superponían y rupturas en la linealidad de la historia (algo que muchas veces obliga a leer sus novelas al menos un par de veces para encontrar todo su sentido), que Faulkner había llegado a la literatura para cambiarla.   

Luego llegaron dos libros en que hizo más explícito un tema que ya había aparecido con anterioridad: el racismo que latía en su país, y más concretamente, el que había en los estados del sur. Fueron Luz de agosto (1932) y la compleja ¡Absalón, Absalón!; y con ellas demostró Faulkner, no solo que estaba en un dulce momento de inspiración (es posible que sean sus mejores obras), también que se había formulado numerosas preguntas sobre la sociedad de su tiempo. En la primera, a través de unas historias que lograban tocar el corazón; la de Lena, esa mujer extraña que va de Alabama a Tennesse en busca de su amor y que aparece como una luz frente al mundo cruel; y la de Joe Christmas, ese trágico personaje mulato que se convierte en el amante de una mujer blanca antiesclavista. En ¡Absalón, Absalón!, a través de una historia ambientada en los años que rodean a la Guerra de Secesión y que, gracias a la familia Sutpen, permite entender como muy pocas obras los orígenes del racismo en los Estados Unidos. E, incluso, su pervivencia durante todo el siglo XX.  

Sí, es verdad que Faulkner tenía unos orígenes sureños y unas vivencias que le hacían emplear un lenguaje que, con la óptica de hoy, podría ser tildado también de racista. Pero hay que recordar en qué tiempo los escribió. Y, de hecho, no debería olvidarse que en muchos sectores del sur se acusó a Faulkner, por todo ello, de ser “un peón de los liberales” y que incluso se le vinculó con el comunismo durante los años de la llamada “caza de brujas”. Algo que, de prosperar, y pese a haber ganado en 1949 el Premio Nobel de Literatura, podría haber sido el fin de su carrera. Pero Faulkner no desistió y siguió su lucha. Un ejemplo: en 1955, al saber del violento asesinato de Emmet Till, un joven negro de 14 años que había sido linchado por el mero hecho de haber coqueteado con una mujer blanca, se atrevió a formular públicamente una pregunta incómoda que quedó para la Historia: ¿merecen los Estados Unidos sobrevivir?  

No era tampoco Faulkner un personaje que esquivara, desde luego, las polémicas. De hecho, su carácter a veces innecesariamente pendenciero, le llevó a ganarse numerosos enemigos y allí están sus luchas con Hemingway para demostrarlo, pues no soportaba su estilo literario, directo y lleno de frases cortas (de hecho, una vez Faulkner dijo ante un montón de alumnos universitarios, que Hemingway era un hombre sin coraje que jamás había “utilizado una sola palabra que pudiese mandar al lector en busca de un diccionario”). Y eso que ambos tenían algo en común: el deseo de autodestruirse con el alcohol. Que todavía fue más intenso en Faulkner, que bebió, durante toda su vida, al mismo ritmo que escribió. Esto es: sin parar.

En los años cincuenta Faulkner publicó cuatro novelas más, tres colecciones de relatos, y un guion para cine (algo que odiaba escribir, por cierto, pese a que fuera el responsable de los textos de películas tan importantes como Tener y no tener o El sueño eterno). Cuando murió, un 6 de julio de 1962, a consecuencia de un infarto, lo hizo en medio de un montón de proyectos y con el deseo intacto de seguir escribiendo y denunciando lo que le parecía injusto. Y es que, aunque siempre se cite su influencia literaria (en castellano la han reconocido autores como Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez, Vargas Llosa o Juan Carlos Onetti), no debería olvidarse todo lo que su literatura tiene de denuncia. Cómo sus libros se convirtieron en un incómodo espejo de los estados del sur. Y cómo contribuyeron a ese cambio en los derechos sociales que se vivió en los sesenta y que desafortunadamente ya no tuvo la oportunidad de contemplar.